Los horrores en Auschwitz…
El viento sopla con un toque de frío. Es sábado 14 de octubre de 2023, pleno otoño. Al descender del autobús en Oświęcim, a unos 43 kilómetros al oeste de Cracovia, mis ojos se posaron de inmediato en grupos de personas que caminaban casi en fila. Sin darme cuenta, me uno a ellos, siguiendo una línea que, pocos metros adelante, se convierte en un embudo que nos lleva hacia una taquilla.
Una hora después, sostengo mi boleto de ingreso y cruzamos el control de seguridad. Estamos en el museo que hoy se encuentra donde estuvieron los campos de concentración Auschwitz-Birkenau I y II, un lugar donde, según los registros, 1.100.000 personas perdieron la vida en cámaras de gas entre 1940 y 1945 durante la Segunda Guerra Mundial.
Esta es la razón por la que viajé a Polonia: para darle sentido a mi viaje, para enfrentar de cerca el horror y recordar que no solo viajamos por la curiosidad, sino por la necesidad de contar, y de no olvidar.
Recibo un dispositivo de audio, ajusto los auriculares y, en inglés, una voz femenina inicia nuestra experiencia en menos de diez minutos. El lugar está lleno de visitantes, hablando en idiomas que son ajenos al mío. No puedo evitar sentirme un poco abrumada mientras espero en una sala amplia.
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Mis pensamientos se nublan, y solo puedo distinguir a la guía que debo seguir. Ya no hay nadie más: solo sus palabras, mi silencio y un campo de exterminio que estoy a punto de explorar.
El cielo se muestra gris y, de vez en cuando, una fina llovizna cae sobre nosotros. En la distancia, puedo ver las construcciones de ladrillo rojo que alguna vez formaron parte de un campo militar polaco y que se transformaron en Auschwitz I.
El silencio que envuelve este lugar es indescriptible, el silencio de la muerte y el sufrimiento. Los que perecieron en las cámaras de gas, por ejecución, horca, fusilamiento o de hambre y enfermedades, llenan el aire con su presencia.
Entramos al campo de concentración Auschwitz I y cruzamos bajo el arco que da la bienvenida a todos los que llegaban: «Arbeit macht frei», que significa «el trabajo nos libera». Era una frase que, sin duda, brindaba esperanza a quienes llegaban, pero solo era una cruel mentira que ocultaba el trabajo forzado y la esclavitud.
La visita comienza en una de las barracas de ladrillo que ahora sirve como museo. Aquí, los prisioneros eran sometidos a exámenes médicos y despojados de sus pertenencias. Algunos ni siquiera pasaban un día en el campo, siendo enviados directamente a las cámaras de gas.
Los nazis les rapaban la cabeza y los hacían desnudarse, tomando decisiones sobre su vida y muerte. Separaban a las familias y destinaban a los considerados aptos al trabajo forzado.
Es doloroso observar las pertenencias de los prisioneros tras las vitrinas: maletas, zapatos, prendas de vestir, gafas. Incluso hay una montaña de cabello humano, utilizado por los nazis para hacer material textil. Las fotografías cuentan historias de hacinamiento, insalubridad y sufrimiento. Los rostros reflejan cansancio, dolor y miedo, mientras que los cuerpos son poco más que piel y huesos.
La barraca Nº11 era conocida como la prisión dentro de la prisión, un lugar de castigo. En celdas de un metro cuadrado, varios prisioneros eran hacinados sin espacio para sentarse y con poco oxígeno. En este lugar, se realizaban ejecuciones y se permitía que algunos murieran de hambre. También fue aquí donde se llevaron a cabo las primeras pruebas con el gas Zyklon B, que luego se usaría en las cámaras de gas.
Salimos de la barraca Nº11 y nos encontramos en la «calle del paredón». Es el lugar donde los pelotones de fusilamiento ejecutaban a docenas de personas a la vez contra un muro forrado de caucho para amortiguar el ruido de los disparos.
Cerca de allí, se realizaban inspecciones a los prisioneros. Si faltaba alguno, todos debían permanecer de pie durante horas, ya fuera en pleno invierno, soportando temperaturas bajo cero o bajo el implacable calor del verano. El desprecio que los nazis sentían por ellos era palpable.
En la edificación Nº10, se llevaron a cabo crueles experimentos médicos, incluyendo castraciones forzosas, esterilizaciones y pruebas en niños y gemelos. El siniestro Dr. Josef Mengele, conocido como el «ángel de la muerte», fue el responsable de estas atrocidades. Mengele también se desempeñó como médico jefe en Auschwitz II-Birkenau y nunca fue capturado ni juzgado (falleció en 1979 en Brasil).
Más de mil mujeres compartían barracas estrechas, con camas de tres niveles. El ambiente era inhumano: el suelo estaba lleno de barro, las ventanas cerradas, el hedor insoportable. Los piojos se infestaban en sus heridas y las ampollas se llenaban de pus. Además, las mujeres estaban expuestas a las aterradoras visitas del Dr. Mengele.
La cámara de gas que estamos a punto de visitar en Auschwitz I, aunque ha sido parcialmente reconstruida, es auténtica en su esencia. Aquí, a los prisioneros se les engañaba, diciéndoles que estaban ingresando a una ducha para un tratamiento desinfectante, tras un largo y agotador viaje. Una vez dentro, se les ordenaba desvestirse, y las puertas se cerraban herméticamente. Desde pequeñas ventanas en el techo, arrojaban el Zyklon B, un mortal agente tóxico.
Los nazis esperaban pacientemente durante 25 minutos para asegurarse de que no quedara ninguna «actividad» en el interior. Luego, un macabro equipo compuesto por prisioneros judíos, empleados en los crematorios de Auschwitz y en las fosas donde se incineraban los cuerpos, extraían los cadáveres.
Su objetivo no era otro que recuperar cualquier oro que los prisioneros pudieran llevar en sus dientes antes de trasladar los cuerpos al crematorio.
Esta cámara de gas, junto con otras cuatro construidas en Auschwitz II Birkenau, formaba parte de lo que se conoció como la «solución final», el plan nazi para llevar a cabo el genocidio sistemático de judios, romaníes, intelectuales y homosexuales polacos. La organización y supervisión de este horror recaía en Heinrich Himmler.
Dejé atrás Auschwitz I y me dirigí a Auschwitz II Birkenau, ubicado a tan solo tres kilómetros de distancia. Este campo era gigantesco, con una extensión de 2,5 kilómetros por 2 kilómetros. Su principal propósito era la aniquilación.
La magnitud de Auschwitz II Birkenau me impresionó profundamente. Más de 250 barracas de ladrillo y madera se alzaban aquí, aunque muchas de ellas han desaparecido con el tiempo.
El campo contaba con cuatro cámaras de gas y cuatro hornos crematorios, más de 13 kilómetros de alambradas electrificadas, 10 kilómetros de caminos y dos vías férreas. Las cámaras de gas, lamentablemente destruidas por los propios nazis antes de huir del lugar, tenían la capacidad de exterminar a 2.500 personas a la vez.
Desde distintos puntos de Europa, prisioneros judíos llegaban a Auschwitz II Birkenau en tren, en vagones destinados originalmente al transporte de ganado. En el camino, muchos morían. El aire se llenaba de desesperación, algunos caían desmayados sobre cuerpos sin vida, exhaustos y hambrientos.
Una vez en el campo de exterminio, los sobrevivientes eran separados. Hombres, mujeres y niños, muchos de ellos, eran conducidos directamente hacia las cámaras de gas. Con el aumento de los convoyes judíos procedentes de toda Europa, los nazis perfeccionaron sus métodos. Construyeron vías férreas que conducían directamente a las cámaras de gas y crematorios.
Las barracas donde los prisioneros dormían eran sombrías y estrechas. En camas de tres pisos, alrededor de 1.500 mujeres compartían el mismo espacio, agrupadas en ocho o diez. Las ventanas permanecían cerradas, y el ambiente era irrespirable.
Es imposible comprender plenamente la magnitud del sufrimiento sin estar aquí. No se puede captar la profundidad de la crueldad y el odio. No eran solo barracas y cámaras de gas; era una maquinaria infernal de abuso físico y espiritual, diseñada para la aniquilación y la muerte.
Lo que queda de Auschwitz II-Birkenau hoy solo puede transmitir una fracción del sufrimiento de cientos de miles de personas.
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4 comentarios en «Visitar Auschwitz por libre: mi experiencia en el campo de exterminio nazi»